El mundo de santos llorones de Edson Lechuga

El mundo de santos llorones de Edson Lechuga

México, 16 may (EFE).- A los 44 años el mexicano Edson Lechuga asume que el éxito como escritor se reduce a dormir en paz, sin remordimientos por apostar a historias mínimas, de hombres convertidos en cuervos y santos llorones.

«Me va la vida en ver cómo lloran los santos y en contemplar cómo un hombre se transforma en cuervo», dice al referirse a dos pasajes de su última novela, «Anoche me soñé muerta», una recreación de los cuentos de sus abuelos en el poblado de Pahuatlán.

Aunque con su coleta, su barba recortada y su pequeño arete negro en la oreja izquierda podría pasar más por cantante de rock, cuando habla Lechuga demuestra tener claro su camino como autor, relacionado más con la belleza de las pequeñas cosas tan bien contadas por el mítico Juan Rulfo que con la fama.

«Todos los escritores mexicanos somos hijos de Rulfo y de su novela Pedro Páramo; unos lo llevamos mejor que otros. «‘Anoche me soñé muerta’ es la continuación de la tradición oral, una vuelta a mi origen después de doce años fuera de México, escribí con la voz de la abuela en el oído», comenta en entrevista con Efe.

La obra describe en 99 capítulos breves, uno de ellos de solo 10 palabras, las tradiciones de Pahuatlán, en el estado de Puebla, con sus maneras de asumir la pobreza, las supersticiones, la religión y las relaciones humanas con toques de magia y de situaciones poco creíbles sacadas de hechos reales de cuando el novelista era niño.

Lechuga está obsesionado con el ajedrez, quizás por eso en su obra no aplasta con imaginación, sino con su buena memoria para atraer los hechos inverosímiles de su infancia y pintarlos con palabras con solo un poco de maquillaje.

«Entonces la televisión de casa era un armatoste como ataúd y mi padre ideó atar unos tubos para poner más alta la antena que plantó en la punta de una loma. Conocí el teléfono a los seis años, mi primo José Alfredo manejaba la centralita del pueblo y yo me di gusto escuchando conversaciones de infidelidades, traiciones y planes de tipos para robarse a sus novias», cuenta.

Si bien la gracia de su literatura está relacionada con una base sólida de lecturas, en la prosa de Lechuga se notan los signos de quien ha vivido parte de su vida en caída libre, con una juventud desordenada en sus tiempos de poeta y una emocionante vida de ilegal en Barcelona, donde residió cinco años sin papeles.

«Me sentí extranjero de verdad desde lo prohibido, desde un sitio donde el Estado y los políticos me dijeron, eres ilegal. Por una frontera puede pasar un cargamento de cocaína, otro de armas o cuatro riñones, pero un hombre no. Ahí está lo interesante», dice.

A veces mira de frente, otras al horizonte mientras bebe pequeños sorbos de café con hielo. Dice sentir respeto por sus colegas, a los cuales lee, pero reconoce estar lejos de la mayoría de ellos porque su literatura de fantasmas y magos no le interesa a casi nadie.

«Al escribir me tiro sin red con impertinencia, en la vida igual, ahora un poco menos porque hace cinco años que soy padre. Decía el chileno Roberto Bolaño, hacer literatura es lanzarte del séptimo piso con los ojos abiertos, o sea percatándote de que en dos segundos te va a llevar la chingada», recuerda.

Es un romántico, pero defiende la idea de que el arte no puede mirar al lado mientras en México las cosas estén difíciles como están, aunque su idea de cómo acabar con los bribones está relacionada más con la de un pacifista que con la de un guerrero.

«Hace poco estuve en mi pueblo con mi hija Citlali, nos subimos a una rueda de la fortuna impulsada por un motor de auto, te juegas la vida en eso, pero la niña estaba feliz mientras saludaba a los árboles y los pájaros», cuenta.

Entonces, «empezó a llover y me cagué de miedo allá arriba; ella en cambio sacó la mano y dijo, hola gotita. Si tiramos por ahí, nos salvaremos, si no nos va a llevar la chingada».

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